“Por NUESTRA CAUSA fue crucificado en tiempos de
Poncio Pilato…”; confesamos en el Credo.
El Credo pues pone en
evidencia el hecho de que la muerte de Cristo se ha dado a favor nuestro como sacrificio por los pecados y dicha muerte se ha
convertido en “precio” de la redención humana.
¿Qué significa el verbo redimir? Es una
palabra que tiene sus raíces en el latín y significaba
rescatar de la esclavitud a un cautivo pagando un
precio. El verbo “comprar” (1 Co 6, 20) se emplea
pues como sinónimo de “redimir” o redención.
En el caso de la redención obrada por Jesucristo,
obviamente se entiende que Dios no ha pagado
ningún dinero a nadie.
Nosotros los cristianos usamos la expresión
“redención” para indicar lo que Jesús hizo por nosotros:
redimió o rescató a los seres humanos de la
esclavitud del pecado.
Jesús entregó su vida como rescate por muchos (Mc 10, 45/ Lc 1, 68/1 Tm
2, 6) realizando la
liberación esperada durante mucho tiempo
(Lc 2, 38). Y haciéndose Él mismo nuestra redención
(1 Co 1, 30) tenemos en Él nuestra
redención (Ef 1, 7).
El verbo redimir aparece en el Nuevo
Testamento muchísimas veces. Y en la mayoría de los caso
este verbo aparece como sinónimo de
salvación; salvación relacionada con Jesucristo.
Su muerte y resurrección son la causa de
redención dando el verdadero significado y sentido al
término.
Jesús redime -rescata, libera, salva- a
todo el género humano, a
todos los hombres de la historia
sin distinción alguna. Y la redención que
nos obtuvo Jesucristo tiene carácter de eternidad. Dicha
redención también es perpetua y es
definitiva.
La Biblia presenta al hombre no salvo como
un esclavo del pecado y de sus consecuencias,
y habla de liberarle de la misma forma que
los esclavos eran redimidos en el mundo antiguo.
“En Él tenemos por medio de su sangre la
redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su
gracia” (Ef 1, 7).
Muchos se han preguntado a lo largo de la
historia y aun se preguntan hoy: ¿Dios se puede ofender?
Y, si es así, ¿puede exigir una
reparación de la ofensa exigiendo que se haga justicia?
¿Dios no hubiera podido concebir un plan
de salvación que no incluyera la muerte de su Hijo muy amado? ¿Estuvo Dios irracionalmente lleno
de venganza al exigir una muerte –la de su
propio hijo- como pago
por el pecado?
¿No podría Dios perdonar al ser humano sin
exigir que se pagara ningún precio; o sin exigir
derramamiento de sangre para sentirse
resarcido?
La respuesta a estas preguntas nos la
ofrece la Palabra de Dios. Veamos algunos textos. Jesucristo es
“a quien Dios exhibió como propiciación
por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia,
pasando por alto los pecados
cometidos anteriormente” (Rm 3, 25).
“Con cuánta más razón, pues, justificados
ahora por su sangre, seremos por Él salvos de la cólera”
(Rm 5, 9).
“Sabiendo que habéis sido rescatados de la
conducta necia heredada de vuestros padres, no con
algo caduco, oro o plata, sino con
una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla,
Cristo” (1 P 1, 18-19).
“Por este Hijo, por su sangre, hemos
recibido la redención, el perdón de los pecados” (Ef 1,7).
Los textos anteriores, si nos fijamos
bien, tienen una palabra en común: la palabra sangre.
Para entender la relación entre la sangre
derramada y la reconciliación con Dios, es bueno
echar un vistazo al judaísmo.
En el judaísmo el perdón de los pecados,
la expiación, ocupa un lugar importante, no sólo a favor del
pueblo (Lv 16, 15) sino también a
favor del individuo (Lv 4, 3-5). En ambos casos este perdón llega a
través del rito de la sangre.
El ritual del derramamiento de la sangre
de un animal es signo del perdón de Dios,
con especial importancia en el
primer caso, en el que se borran los pecados de todo un pueblo.
El derramamiento de la sangre o el
sacrificio de los corderos y de los machos cabríos es
prefiguración del sacrificio redentor de
Jesús (el cordero de
Dios o puesto por Dios) derramando
su sangre en la cruz.
Es lo que encontramos en la carta a los
Hebreos: “Y penetró en el santuario una vez para siempre,
no con sangre de machos cabríos ni de
novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna. Pues si la
sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica
con su aspersión a los contaminados, en
orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más
la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a
sí mismo sin tacha a Dios, purificará de
las obras muertas nuestra conciencia para
rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 12-14).
Todas las anteriores preguntas se pueden
resumir en una: ¿Era necesario que Cristo tuviera que
morir para que Dios tendiera un puente que lo uniera
de nuevo con la humanidad; un puente roto por
el pecado original? Claro, porque el
ser humano está esclavizado por el pecado y por la muerte;
y no puede
liberarse de eso por sí mismo.
Sin el sacrificio de Cristo el ser humano
se vería eterna e inexorablemente atado a la muerte o lejos
de la vida divina, la vida eterna.
“Pero al presente, libres del pecado y
esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida
eterna. Pues el salario del pecado es la
muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo
Jesús Señor nuestro” (Rm 6, 22-23).
Dada la caída de la humanidad, propiciada
por el pecado original, y vistas sus devastadoras
consecuencias podríamos considerar tres
posibles soluciones de salvación:
1. Primera solución. Que Dios hubiese
considerado suficiente lo exiguo que pudiera ofrecer el
ser humano para reparar el pecado. En este
caso la misericordia divina hubiera brillado pero
no
se hubiera hecho justicia de manera suficiente. ¿Por qué? Porque el
pecado original ha
ofendido
infinitamente la dignidad humana. Y la satisfacción
humana, o lo que el se humano
hubiera
podido ofrecer para reparar el daño de su culpa, nunca sería la apropiada vista
la
gravedad
de la ofensa, entre otras cosas, porquelos actos humanos no tienen valor
infinito
y
menos aún alcance universal. En otras palabras
si el hombre hubiera querido ofrecerse a
sí
mismo en pago por el pecado propio y universal, no hubiera podido hacerlo
porque su pecado
le
hubiera descartado de ser un sacrificio aceptable. Es por esto que en el
Antiguo Testamento
se
proveyó la ofrenda de ciertos animales seleccionados cuya sangre era derramada
de forma
sustitutoria
por los pecados de aquellos que se arrepentían y confiaban en Dios.
2. Segunda solución. Que Dios le hubiera
perdonado al ser humano su pecado, digamos,
gratuitamente sin exigirle algún tipo de
reparación. De haber pasado esto Dios habría
ejercido su gran misericordia, pero no
su justicia.
3. Tercera solución, es una solución
intermedia. Que Dios hubiera perdonado pero exigiendo
al mismo tiempo, por parte del hombre,una
satisfacción justa y proporcional. Actuando
así brillarían, en
equilibro, la justicia y la misericordia divinas. Pero esto sólo hubiera
sido
posible si fuera Dios
mismo quien reparara el pecado restableciendo, en lo posible, el orden
original de cosas antes
del pecado.
Como podemos apreciar esta es la auténtica
y verdadera solución. Y es entonces cuando Dios
Trinidad, ejerciendo su misericordia,
lleva a cabo la Encarnación de su segunda divina persona.
Esta divina persona se hace hombre
para que, como hombre, pudiera satisfacer el pecado
del hombre y a la vez, como Dios, dar a
dicha satisfacción el valor justo e infinito que se
necesitaba ejerciendo así su justicia.
Esta tercera solución –que ahondaremos
seguidamente- nos ayuda a adentrarnos un poco, aunque
modestamente, en la naturaleza misma
de Dios.
Y aunque no podamos asimilar las
perfecciones de Dios, la Biblia nos revela mucho sobre el ser de
Dios, sobre su esencia. (Dt 29, 29; Jb 11,
7).
Se han mencionado dos atributos de Dios:
su amor (1 Jn 4, 8) o su misericordia, y su justicia
(Él es justo).
Y junto a estos atributos también está el
de ser santo (Salmo 99, 9). Él es en primer lugar santo,
es más, es tres veces santo.
DIOS ES SANTO: El concepto de salvación no
tiene sentido a menos que se empiece por considerar
la santidad de Dios.
Y aunque Dios es amor también se “enfada”
o se llena de “ira” o “cólera” ante el pecado.
¿Por qué Dios reacciona de esta
manera ante el pecado del hombre?
Porque Dios conoce las repercusiones tan
graves del pecado; repercusiones de las que no somos
plenamente conscientes; Dios se
‘enfada’ por el daño que el pecado ha causado a su creación.
Dios ha permitido que la muerte (física
y eterna) fuera, no digamos tanto, un castigo sino la
consecuencia lógica derivada.
La racionalidad humana puede que no esté
de acuerdo con esta disposición pensando que es injusto
o extremo; pero esto no hace más que
demostrar aún más las GRAVES consecuencias del pecado;
entre estas consecuencias está negar
su verdadera naturaleza, alcance y magnitud.
El hecho de que Dios, en su infinita
sabiduría, no impida un “castigo” tan severo debería recordarnos,
no que Dios sea, digamos, brutal,
sino por el contrario, recordarnos que el pecado es algo muy
trágico y duramente atroz cuyas nefastas
consecuencias las constatamos hoy más que nunca.
La solución a este aparente
“contrasentido” de Dios (mezcla amor-ira) está en su santidad.
Él se “enfada” porque es santo; es
decir la santidad de Dios implica hacer justicia perfecta ante el
pecado original –por y con sus consecuencias-,
porque también Él es justo.
Pero hay que saber entender la expresión
“hacer justicia”, que no tiene ninguna connotación negativa.
Si Dios violara este atributo básico (la
justicia perfecta), su perdón sería prácticamente inútil
porque el orden de cosas, establecido
desde un principio por Dios y roto por el pecado, no se
restablecería.
El pecado y sus consecuencias (entre
otras, la muerte eterna Rm 6, 23) no son ninguna tontería que
pueda ser tratada a la ligera o
ignorada. La existencia del pecado requería alguna respuesta que
estuviera a la altura.
Dios hijo, revestido de forma humana,
derramó su sangre por el pecado del hombre, satisfaciendo
por tanto toda exigencia de justicia
santa. Y a través de esa sangre preciosa, Dios mostró que es
a la vez “justo y justificador del que
cree en Jesús” (Rm 3, 26).
DIOS ES AMOR: Dios, en su incomparable
amor por el hombre pecador, también ha decretado que
la pena por el pecado pueda ser pagada
–como ya se ha dicho- por un sustituto; y el sistema de
sacrificios del Antiguo Testamento está
basado en este principio.
“Porque la vida de la carne está en la
sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por
vuestras vidas, pues la expiación por la
vida, con la sangre se hace” (Lv 17,11).
El amor es la única respuesta a la
pregunta: ¿por qué la muerte de Cristo está incluida en el
designio redentor de Dios?
“En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación
por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).
El mismo Jesús dijo: “Porque tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que
crea en Él no perezca, sino que tenga vida
eterna” (Jn 3, 16). “Dar a su Hijo” significaba entregarlo a la
humanidad para que esta fuera amada
hasta el extremo.
Dios Padre ha dado a su Hijo para la
salvación del mundo permitiendo su muerte de cruz por los
pecados del mundo, entregándolo por
amor.
El amor es la explicación definitiva de la
redención mediante la cruz.
Y Dios Hijo acepta LIBREMENTE su
misión entregándose por amor. Y lo confirma cuando dice:
“Nadie tiene mayor amor que el que da su
vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Jesús por amor se entrega en manos de los
hombres, Él se ofrece; no es que le quiten la vida.
Dar la vida por otro es amor, morir
para que otro tenga vida es amor como hizo san
Maximiliano Maria Kolbe.
Dios ama al ser humano desde que este fue
creado y Dios, como amante, desea entregarse al ser
humano, identificarse con él o,
mejor aún, quiere integrarlo a su propia vida.
La justicia y la misericordia se combinan
en el plan de Dios a favor de la humanidad; el amor provee
la “justicia de Dios por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 22).
La santidad y la justicia de Dios también
se combinan pues son partes inmutables de su ser; Dios
ejerce la justicia sobre el pecado
y, al mismo tiempo, Él mismo ha cumplido ese justo castigo en la
persona de su divino Hijo de modo que, sin
violar su santidad, garantiza el perdón y la justificación
para todos los que creen.
Y aquí recordemos lo que dice san Pablo:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido con toda clase
de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto
nos ha elegido en él antes de la fundación
del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor; eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo
, según el beneplácito de su voluntad” (Ef
1, 3-5).
Este texto nos dice que Dios Padre, por
amor, nos ha elegido en Jesucristo, aun antes de la creación
del mundo, para que estemos en su
presencia santos y sin tacha como hijos adoptivos y nos ha
bendecido en su hijo.
Por tanto la encarnación del Hijo
de Dios no es, si se puede decir así, un plan B para
restaurar un plan fracasado por el pecado
original sino que estaba ya prefijada en el diseño
del plan de Dios desde siempre; es decir la misión de
Jesucristo a favor de la humanidad ya estaba
prefijada antes de los tiempos.
Y Jesús es consciente de la razón de ser
de su entrada en la historia humana mediante la
Encarnación, sabe que la finalidad de su
vida es la contemplada en el eterno designio de Dios
Trinidad sobre la salvación.
Jesús sabe que ha venido a dar su vida
como rescate por muchos (Mc 10, 45) y no la rehúye.
La redención de Jesucristo es la
razón de ser de su existencia y eje de su vida.
Redención y perdón de los pecados pasan a
ser sinónimos a la luz de la figura de Jesús; y en este
sentido su redención es una
liberación.
Jesús, momentos previos a su bautismo, le
manifiesta a Juan el Bautista que su misión es la de ser
solidario con los pecadores, para acoger sobre sí el yugo de los
pecados de la humanidad.
Y es lo que confirma el mismo Bautista
cuando presenta a Jesús diciendo: “He aquí el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,
29).
El testimonio del Bautista es el resumen
de lo que el profeta Isaías ya había anunciado sobre el
Siervo de Yahvéh (prefiguración de
Jesucristo): “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido
por nuestras culpas. Él soportó el castigo
que nos trae la paz… Yahvéh descargó sobre Él la culpa
de todos nosotros… como un cordero al
degüello era llevado… Por sus desdichas justificará mi
Siervo a muchos y las culpas de ellos él
soportará‘ (Is 53, 5-7. 11). Tras
su resurrección Jesús
camina hacia Emaús con dos de sus
discípulos sin que estos lo reconocieran, y durante el camino
les explica las Escrituras del Antiguo
Testamento en los siguientes términos: ‘¿No era necesario que
el Cristo padeciera esto y entrar así en
su gloria?’ (Lc 24, 26). Y, además, en ocasión del último
encuentro del resucitado con los Apóstoles
Él les dice: “Es necesario que se cumpla todo lo que está
escrito en la ley de Moisés, en los
Profetas y en los Salmos acerca de mi” (Lc 24, 44b).
Nos encontramos, pues, ante un designio
divino que, aunque sea muy lógico a sus ojos, sigue siendo
un misterio que la razón humana no
puede explicar satisfactoriamente.
Es lo que el Apóstol Pablo confirmará con
una paradoja muy famosa: “Porque la necedad divina es
más sabia que la sabiduría de los hombres,
y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los
hombres” (1 Cor 1, 25).