4/09/2016

¿Por qué Jesús tuvo que morir para salvarnos? ¿De qué nos redime?

“Por NUESTRA CAUSA fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato…”; confesamos en el Credo.
El Credo pues pone en evidencia el hecho de que la muerte de Cristo se ha dado a favor nuestro como sacrificio por los pecados y dicha muerte se ha convertido en “precio” de la redención humana.
¿Qué significa el verbo redimir? Es una palabra que tiene sus raíces en el latín y significaba
rescatar de la esclavitud a un cautivo pagando un precio. El verbo “comprar” (1 Co 6, 20) se emplea
pues como sinónimo de “redimir” o redención.
En el caso de la redención obrada por Jesucristo, obviamente se entiende que Dios no ha pagado
ningún dinero a nadie.
Nosotros los cristianos usamos la expresión “redención” para indicar lo que Jesús hizo por nosotros:
 redimió o rescató a los seres humanos de la esclavitud del pecado.


Jesús entregó su vida como rescate por muchos (Mc 10, 45/ Lc 1, 68/1 Tm 2, 6) realizando la
liberación esperada durante mucho tiempo (Lc 2, 38). Y haciéndose Él mismo nuestra redención 
(1 Co 1, 30) tenemos en Él nuestra redención (Ef 1, 7).
El verbo redimir aparece en el Nuevo Testamento muchísimas veces. Y en la mayoría de los caso
este verbo aparece como sinónimo de salvación; salvación relacionada con Jesucristo.
Su muerte y resurrección son la causa de redención dando el verdadero significado y sentido al
término.
Jesús redime -rescata, libera, salva- a todo el género humano, a todos los hombres de la historia
sin distinción alguna. Y la redención que nos obtuvo Jesucristo tiene carácter de eternidad. Dicha
redención también es perpetua y es definitiva.
La Biblia presenta al hombre no salvo como un esclavo del pecado y de sus consecuencias,
y habla de liberarle de la misma forma que los esclavos eran redimidos en el mundo antiguo.
“En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su
gracia” (Ef 1, 7).
Muchos se han preguntado a lo largo de la historia y aun se preguntan hoy: ¿Dios se puede ofender? 
Y, si es así, ¿puede exigir una reparación de la ofensa exigiendo que se haga justicia?
¿Dios no hubiera podido concebir un plan de salvación que no incluyera la muerte de su Hijo muy amado? ¿Estuvo Dios irracionalmente lleno de venganza al exigir una muerte –la de su 
propio hijo- como pago por el pecado?
¿No podría Dios perdonar al ser humano sin exigir que se pagara ningún precio; o sin exigir 
derramamiento de sangre para sentirse resarcido?
La respuesta a estas preguntas nos la ofrece la Palabra de Dios. Veamos algunos textos. Jesucristo es 
“a quien Dios exhibió como propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia,
 pasando por alto los pecados cometidos anteriormente” (Rm 3, 25).
“Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvos de la cólera” 
(Rm 5, 9).
“Sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con
 algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, 
Cristo” (1 P 1, 18-19).
“Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados” (Ef 1,7).
Los textos anteriores, si nos fijamos bien, tienen una palabra en común: la palabra sangre.

Para entender la relación entre la sangre derramada y la reconciliación con Dios, es bueno 
echar un vistazo al judaísmo.
En el judaísmo el perdón de los pecados, la expiación, ocupa un lugar importante, no sólo a favor del
 pueblo (Lv 16, 15) sino también a favor del individuo (Lv 4, 3-5). En ambos casos este perdón llega a 
través del rito de la sangre.
El ritual del derramamiento de la sangre de un animal es signo del perdón de Dios,
 con especial importancia en el primer caso, en el que se borran los pecados de todo un pueblo.
El derramamiento de la sangre o el sacrificio de los corderos y de los machos cabríos es 
prefiguración del sacrificio redentor de Jesús (el cordero de Dios o puesto por Dios) derramando
 su sangre en la cruz.
Es lo que encontramos en la carta a los Hebreos: “Y penetró en el santuario una vez para siempre,
no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica 
con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más
la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de
las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 12-14).
Todas las anteriores preguntas se pueden resumir en una: ¿Era necesario que Cristo tuviera que 
morir para que Dios tendiera un puente que lo uniera de nuevo con la humanidad; un puente roto por
 el pecado original? Claro, porque el ser humano está esclavizado por el pecado y por la muerte;
 y no puede liberarse de eso por sí mismo.
Sin el sacrificio de Cristo el ser humano se vería eterna e inexorablemente atado a la muerte o lejos 
de la vida divina, la vida eterna.
“Pero al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida 
eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo 
Jesús Señor nuestro” (Rm 6, 22-23).

Dada la caída de la humanidad, propiciada por el pecado original, y vistas sus devastadoras 
consecuencias podríamos considerar tres posibles soluciones de salvación:

1.     Primera solución. Que Dios hubiese considerado suficiente lo exiguo que pudiera ofrecer el 
ser humano para reparar el pecado. En este caso la misericordia divina hubiera brillado pero 
no se hubiera hecho justicia de manera suficiente. ¿Por qué? Porque el pecado original ha 
ofendido infinitamente la dignidad humana. Y la satisfacción humana, o lo que el se humano
hubiera podido ofrecer para reparar el daño de su culpa, nunca sería la apropiada vista la 
gravedad de la ofensa, entre otras cosas, porquelos actos humanos no tienen valor infinito 
y menos aún alcance universal. En otras palabras si el hombre hubiera querido ofrecerse a
sí mismo en pago por el pecado propio y universal, no hubiera podido hacerlo porque su pecado
le hubiera descartado de ser un sacrificio aceptable. Es por esto que en el Antiguo Testamento 
se proveyó la ofrenda de ciertos animales seleccionados cuya sangre era derramada de forma 
sustitutoria por los pecados de aquellos que se arrepentían y confiaban en Dios.

2. Segunda solución. Que Dios le hubiera perdonado al ser humano su pecado, digamos, 
gratuitamente sin exigirle algún tipo de reparación. De haber pasado esto Dios habría
ejercido su gran misericordia, pero no su justicia.
3. Tercera solución, es una solución intermedia. Que Dios hubiera perdonado pero exigiendo
al mismo tiempo, por parte del hombre,una satisfacción justa y proporcional. Actuando 
así brillarían, en equilibro, la justicia y la misericordia divinas. Pero esto sólo hubiera sido 
posible si fuera Dios mismo quien reparara el pecado restableciendo, en lo posible, el orden
original de cosas antes del pecado.

Como podemos apreciar esta es la auténtica y verdadera solución. Y es entonces cuando Dios 
Trinidad, ejerciendo su misericordia, lleva a cabo la Encarnación de su segunda divina persona.
Esta divina persona se hace hombre para que, como hombre, pudiera satisfacer el pecado 
del hombre y a la vez, como Dios, dar a dicha satisfacción el valor justo e infinito que se 
necesitaba ejerciendo así su justicia.

Esta tercera solución –que ahondaremos seguidamente- nos ayuda a adentrarnos un poco, aunque
 modestamente, en la naturaleza misma de Dios.
Y aunque no podamos asimilar las perfecciones de Dios, la Biblia nos revela mucho sobre el ser de 
Dios, sobre su esencia. (Dt 29, 29; Jb 11, 7).
Se han mencionado dos atributos de Dios: su amor (1 Jn 4, 8) o su misericordia, y su justicia
 (Él es justo).
Y junto a estos atributos también está el de ser santo (Salmo 99, 9). Él es en primer lugar santo, 
es más, es tres veces santo.
DIOS ES SANTO: El concepto de salvación no tiene sentido a menos que se empiece por considerar 
la santidad de Dios.
Y aunque Dios es amor también se “enfada” o se llena de “ira” o “cólera” ante el pecado.
 ¿Por qué Dios reacciona de esta manera ante el pecado del hombre?
Porque Dios conoce las repercusiones tan graves del pecado; repercusiones de las que no somos 
plenamente conscientes; Dios se ‘enfada’ por el daño que el pecado ha causado a su creación.
Dios ha permitido que la muerte (física y eterna) fuera, no digamos tanto, un castigo sino la 
consecuencia lógica derivada.

La racionalidad humana puede que no esté de acuerdo con esta disposición pensando que es injusto
 o extremo; pero esto no hace más que demostrar aún más las GRAVES consecuencias del pecado;
 entre estas consecuencias está negar su verdadera naturaleza, alcance y magnitud.
El hecho de que Dios, en su infinita sabiduría, no impida un “castigo” tan severo debería recordarnos,
 no que Dios sea, digamos, brutal, sino por el contrario, recordarnos que el pecado es algo muy 
trágico y duramente atroz cuyas nefastas consecuencias las constatamos hoy más que nunca.
La solución a este aparente “contrasentido” de Dios (mezcla amor-ira) está en su santidad.
Él se “enfada” porque es santo; es decir la santidad de Dios implica hacer justicia perfecta ante el 
pecado original –por y con sus consecuencias-, porque también Él es justo.
Pero hay que saber entender la expresión “hacer justicia”, que no tiene ninguna connotación negativa.
Si Dios violara este atributo básico (la justicia perfecta), su perdón sería prácticamente inútil 
porque el orden de cosas, establecido desde un principio por Dios y roto por el pecado, no se 
restablecería.
El pecado y sus consecuencias (entre otras, la muerte eterna Rm 6, 23) no son ninguna tontería que 
pueda ser tratada a la ligera o ignorada. La existencia del pecado requería alguna respuesta que
estuviera a la altura.
Dios hijo, revestido de forma humana, derramó su sangre por el pecado del hombre, satisfaciendo 
por tanto toda exigencia de justicia santa. Y a través de esa sangre preciosa, Dios mostró que es 
a la vez “justo y justificador del que cree en Jesús” (Rm 3, 26).
DIOS ES AMOR: Dios, en su incomparable amor por el hombre pecador, también ha decretado que 
la pena por el pecado pueda ser pagada –como ya se ha dicho- por un sustituto; y el sistema de 
sacrificios del Antiguo Testamento está basado en este principio.
“Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por 
vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace” (Lv 17,11).

El amor es la única respuesta a la pregunta: ¿por qué la muerte de Cristo está incluida en el 
designio redentor de Dios?
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
 envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).
El mismo Jesús dijo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que 
crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). “Dar a su Hijo” significaba entregarlo a la
 humanidad para que esta fuera amada hasta el extremo.
Dios Padre ha dado a su Hijo para la salvación del mundo permitiendo su muerte de cruz por los 
pecados del mundo, entregándolo por amor. 

El amor es la explicación definitiva de la redención mediante la cruz.
Dios Hijo acepta LIBREMENTE su misión entregándose por amor. Y lo confirma cuando dice: 
“Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Jesús por amor se entrega en manos de los hombres, Él se ofrece; no es que le quiten la vida.
 Dar la vida por otro es amor, morir para que otro tenga vida es amor como hizo san 
Maximiliano Maria Kolbe.
Dios ama al ser humano desde que este fue creado y Dios, como amante, desea entregarse al ser
 humano, identificarse con él o, mejor aún, quiere integrarlo a su propia vida.
La justicia y la misericordia se combinan en el plan de Dios a favor de la humanidad; el amor provee 
la “justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 22).
La santidad y la justicia de Dios también se combinan pues son partes inmutables de su ser; Dios
 ejerce la justicia sobre el pecado y, al mismo tiempo, Él mismo ha cumplido ese justo castigo en la 
persona de su divino Hijo de modo que, sin violar su santidad, garantiza el perdón y la justificación
 para todos los que creen.
Y aquí recordemos lo que dice san Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
 que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto
nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su 
presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo
, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 3-5).
Este texto nos dice que Dios Padre, por amor, nos ha elegido en Jesucristo, aun antes de la creación
 del mundo, para que estemos en su presencia santos y sin tacha como hijos adoptivos y nos ha 
bendecido en su hijo.
Por tanto la encarnación del Hijo de Dios no es, si se puede decir así, un plan B para 
restaurar un plan fracasado por el pecado original sino que estaba ya prefijada en el diseño
 del plan de Dios desde siempre; es decir la misión de Jesucristo a favor de la humanidad ya estaba
 prefijada antes de los tiempos.
Y Jesús es consciente de la razón de ser de su entrada en la historia humana mediante la 
Encarnación, sabe que la finalidad de su vida es la contemplada en el eterno designio de Dios 
Trinidad sobre la salvación.

Jesús sabe que ha venido a dar su vida como rescate por muchos (Mc 10, 45) y no la rehúye.
 La redención de Jesucristo es la razón de ser de su existencia y eje de su vida.
Redención y perdón de los pecados pasan a ser sinónimos a la luz de la figura de Jesús; y en este
 sentido su redención es una liberación.
Jesús, momentos previos a su bautismo, le manifiesta a Juan el Bautista que su misión es la de ser
 solidario con los pecadores, para acoger sobre sí el yugo de los pecados de la humanidad.
Y es lo que confirma el mismo Bautista cuando presenta a Jesús diciendo: “He aquí el Cordero de 
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
El testimonio del Bautista es el resumen de lo que el profeta Isaías ya había anunciado sobre el 
Siervo de Yahvéh (prefiguración de Jesucristo): “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido 
por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz… Yahvéh descargó sobre Él la culpa 
de todos nosotros… como un cordero al degüello era llevado… Por sus desdichas justificará mi
Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará‘ (Is 53, 5-7. 11). Tras su resurrección Jesús 
camina hacia Emaús con dos de sus discípulos sin que estos lo reconocieran, y durante el camino
les explica las Escrituras del Antiguo Testamento en los siguientes términos: ‘¿No era necesario que 
el Cristo padeciera esto y entrar así en su gloria?’ (Lc 24, 26). Y, además, en ocasión del último 
encuentro del resucitado con los Apóstoles Él les dice: “Es necesario que se cumpla todo lo que está
 escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mi” (Lc 24, 44b).
Nos encontramos, pues, ante un designio divino que, aunque sea muy lógico a sus ojos, sigue siendo
 un misterio que la razón humana no puede explicar satisfactoriamente.
Es lo que el Apóstol Pablo confirmará con una paradoja muy famosa: “Porque la necedad divina es 
más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los 
hombres” (1 Cor 1, 25).