11/03/2016

Caridad de las indulgencias
Tesoro de la Iglesia

La Iglesia, que distribuye los dones espirituales, demuestra también su misericordia con la iniciativa de los cristianos...


Por: P. Paolo Scarafoni | Fuente: Catholic.net 



En el texto del decreto de León X, Cum postquam, dirigido al Cardenal Gaetano en 1518, se hace alusión a la doctrina del "tesoro de la Iglesia", compuesto por los infinitos méritos de Cristo y de los santos, méritos que la misericordia de Dios aplica por medio de la Iglesia a los fieles que los necesitan. Esta doctrina se repite ininterrumpidamente hasta hoy y se vuelve a proponer ampliamente en la Bula de Convocación del Jubileo del 2000, Incarnationis mysterium, en el número 10.

A partir de esta doctrina podemos comprender que las indulgencias arrojan una luz diáfana sobre la mayor caridad presente en los tres siguientes aspectos: en la realidad misma del "tesoro de la Iglesia", en el beneficio que de este tesoro se saca al ser uno miembro del Cuerpo Místico de Cristo, en beneficiar a otros en cuanto miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

En la Indulgentiarum doctrina se vuelve a recorrer el camino histórico de la fe en "el tesoro de la Iglesia", compuesto por los infinitos méritos de Cristo y de los santos. Se dice que, desde el comienzo, los cristianos que hubiesen pecado y que estuviesen haciendo penitencia, solían rezar a los mártires para poder ser admitidos de nuevo cuanto antes en la comunión de la Iglesia obteniendo la absolución de la autoridad eclesiástica. Desde entonces, por consiguiente, se pensaba que por medio de la Iglesia, es decir gracias a los méritos de los santos y "bajo la autoridad de los pastores", fuera posible suplir a la pena y por tanto facilitar el camino del retorno a la caridad total. La ayuda ofrecida por el mártir y por los santos para la indulgencia no es considerada como una aplicación directa de individuo a individuo, sino en cuanto que los méritos de aquel individuo, de aquel santo, forman parte del cuerpo de Cristo, de la Iglesia.

La manera de recibirlos, de la autoridad eclesiástica que los distribuye para reemplazar la pena, confirma esta clara conciencia de la importancia del Cuerpo místico en este proceso. De hecho, solamente porque unidos al Cuerpo Místico de Cristo y, por tanto, pasando por la comunión con Cristo, y junto con los méritos infinitos de Cristo, los méritos de los santos tienen un valor de don sobrenatural para incremento de la caridad.

A partir de aquí se entiende el segundo aspecto que atañe la caridad, ya implicado en la práctica de las indulgencias: aquel que se beneficia de las indulgencias puede hacerlo solamente en cuanto unido al Cuerpo Místico de Cristo como su miembro, para fortalecer esa unión, ya que recibe del Cuerpo, y no del individuo, la gracia para eliminar todo aquello que impide su unión con él, es decir la caridad plena.

La unidad del Cuerpo es superior, pues, ya que el Cuerpo está unido a Cristo y se identifica con él, análogamente a como la naturaleza humana está unida a la naturaleza divina en el mismo Cristo. La Iglesia con Cristo, y por consiguiente los fieles entre ellos, forman "una única persona mística". La práctica de las indulgencias pone de relieve este vínculo, posible gracias a ello, y lo fortalece siendo éste su fin. Las indulgencias pueden obtenerse también en beneficio de los difuntos, es decir de cuantos se encuentran en la fase del purgatorio, y esto nos introduce en el tercer aspecto específico que enlaza la práctica de las indulgencias con la caridad.

De hecho, todo cristiano puede obtener indulgencias también para los demás, y "la saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y de egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro". En este punto confluyen todos los aspectos de la mayor apertura y comunión en la caridad, condensados en la expresión vicariedad. Se la ve al tomar conciencia de las grandes dádivas derramadas sobre nosotros gracias al amor y las obras meritorias de los demás, y en primer lugar de Jesucristo. Se la ve también en la real posibilidad de contribuir con el propio amor, los propios sufrimientos aceptados y las propias obras en esta reserva de dones para toda la Iglesia, de la que pueden beneficiarse todos, en favor de la plena comunión en la caridad; según la maravillosa expresión del libro del Apocalipsis, la espléndida túnica de lino blanco de la esposa preparada para el esposo "son las buenas acciones de los santos", quienes tejen con su vida esa túnica. A la vicariedad se la ve también en la aplicación de la indulgencia en favor de los demás, de los difuntos. El lazo entre los peregrinos de este mundo y los difuntos no se interrumpe en Cristo, sino que aumenta en ese modo, por el don gratuito de aliviar sus penas.

En Cristo este vínculo se fortalece y perfecciona. La caridad cristiana exige esta preocupación por los difuntos: "el uso de las indulgencias impulsa eficazmente a la caridad y la hace ejercer de manera eminente, cuando se ofrece una ayuda a los hermanos que duermen en Cristo"; "el fin que la Iglesia se propone al conceder las indulgencias no es solamente el de ayudar a los fieles en la expiación de las penas merecidas, sino también el de animarlos a cumplir las obras de piedad, de penitencia y de caridad, y en particular las obras que sirven para favorecer el crecimiento de la fe y el bien común".


La acogida de los penitentes y de los peregrinos y las obras de caridad

Estas últimas consideraciones sobre la plenitud de la caridad, expresada en la vicariedad nos introducen en una última consideración de la caridad implicada en la reconciliación y en la práctica de las indulgencias, vivida sin egoísmo, pero en sentido eclesial y con sentido de cuerpo: la solicitud por todo el cuerpo de la Iglesia y la humanidad toda, manifestada en la preocupación por la acogida de los penitentes y peregrinos. En efecto, la Iglesia indica también visiblemente su solicitud para la reconciliación de todos los fieles y para la plena comunión de todos los cristianos en Cristo y en su cuerpo.

La Iglesia, que distribuye los dones espirituales, demuestra también su misericordia con la iniciativa de los cristianos, dictada por la caridad, dirigida a dispensar las oportunas ayudas espirituales y materiales para la acogida y el pleno éxito de la peregrinación y de la recepción de las indulgencias. De ese modo muestra el gozo profundo de recibir a cuantos quieren volver totalmente a la comunión con el Señor.

Un modelo de dicha caridad y solicitud nos lo ofrece San Felipe Neri: siendo todavía laico reunió a su alrededor a un grupo de voluntarios, bajo la guía espiritual de un anciano sacerdote romano, Don Persiano Rosa, e instituyó la cofradía de la Santísima Trinidad que se ocupaba de socorrer a los enfermos y necesitados. Pero con ocasión del Año Santo 1550, se propuso acoger a los peregrinos, especialmente a los más pobres y ofrecerles alojamiento, comida y asistencia espiritual, y así la cofradía de la Santísima Trinidad se transformó en cofradía de los peregrinos. Desde un punto de vista práctico puede decirse que dicha cofradía fue la primera forma de lo que se llamaría más tarde el "Comité para el Año Santo".

San Felipe Neri decidió organizar la peregrinación a las siete iglesias de Roma para orar y hacer la necesaria penitencia con el fin de obtener la indulgencia: las cuatro basílicas romanas (San Pedro, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor, San Pablo Extramuros) y otras tres basílicas unidas al sacrificio de Cristo y de los mártires: Santa Cruz en Jerusalén, San Lorenzo en el Campo Verano, San Sebastián en las catacumbas. Se sugería así al penitente la comunión con toda la Iglesia, y la disposición a pedir y recibir el beneficio de las indulgencias de los méritos de Cristo y de los santos. Una visión esencial y sumamente evangélica: la salvación y la caridad de Dios ofrecida al hombre en Cristo y en la Iglesia, compuesta por vivos y difuntos.

Esta devoción de la "visita de las siete iglesias" formaba parte de las prácticas espirituales de San Felipe Neri: "por la noche empezaba su peregrinación que lo llevaba a visitar las siete iglesias: "casi unos veinte kilómetros que, añadidos a las paradas y a los largos ratos de oración, le ocupaban la noche entera. La parada preferida era la de las catacumbas de San Sebastián, entonces casi inexploradas, en las que pasó muchas noches en oración".

En esa profunda visión cristocéntrica y eclesial, fue madurando una experiencia de muy ardiente caridad por Dios y por los hermanos. Una experiencia que se reconcilia con Dios plenamente en la conciencia de recibir todo de la misericordia de Dios manifestada en Cristo; experiencia de aquél que añade su parte de amor y de sacrificios al tesoro de la Iglesia; experiencia de aquél que se preocupa con solicitud de que sus hermanos se reconcilien con Dios y con el cuerpo de la Iglesia.

Esta expresión de la caridad debería manifestarse también en numerosas iniciativas de caridad y de bien por la Iglesia y la humanidad, para eliminar todos los obstáculos que se interponen entre los hombres y para volver a la plena comunión entre ellos en Cristo. Una particular inquietud deben de ser los pobres y los que sufren injusticias. Los pontífices han pedido que se cumplan obras de caridad durante el Año Santo, para expresar una verdadera reconciliación y, por consiguiente, una verdadera disposición a recibir las indulgencias y una verdadera expresión de sus frutos. Es pues desde la óptica de la caridad, hecha de dar y recibir con generosidad, desde la que se puede acceder a la justa práctica de las indulgencias.


La plenitud de la caridad

Desde los primeros siglos el martirio se considera como la plenitud de la caridad, que le es posible a un cristiano sobre esta tierra. Por consiguiente encierra la plenitud de los méritos propios con los que se contribuye a edificar el Cuerpo de Cristo. La plenitud de la caridad alcanzada por el martirio tiene como efecto la total purificación y expiación y la perfección personal ya que constituye una perfecta imitación de Cristo. Tiene además como efecto una serie abundante de méritos para la salvación de los demás hombres.

La fe de la Iglesia ha sido constante en considerar a los mártires en plena y total comunión con Dios en Cristo, prescindiendo de las vicisitudes de su vida sobre la tierra. El mártir no pasa por el purgatorio. Se sabe, además, que para la canonización de un mártir, no se necesitan las pruebas de los milagros, sino solamente la prueba del martirio. La realidad de las catacumbas es una confirmación clara de esta fe de la Iglesia: los cementerios subterráneos han sido tan numerosos porque muchos cristianos deseaban descansar al lado de los mártires.

En efecto, su comunión con Dios es total y en la segunda venida del Señor, cuando los cuerpos resuciten, los mártires serán los primeros en ser llamados ante el Señor, con su cuerpo. El martirio es la plenitud de la caridad, ya que elimina la culpa y la pena, cualquiera que haya sido, y lleva a la comunión total con Dios. La plenitud de la caridad es además total participación en los sufrimientos de Cristo, hasta la muerte, por amor.

El martirio es un don gratuito de Dios, y el don más grande que el cristiano puede recibir, más perfecto que cualquier otra indulgencia. El mártir es el testigo más genuino de la verdad sobre la existencia y el "signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor". Pero también en este caso hay que decir que será justamente la humilde aceptación de la indulgencia la que nos va a preparar para acoger la suma gracia del martirio. En el martirio se sintetiza aquel maravilloso intercambio de dones en la Iglesia que va desde los miembros triunfantes a los militantes y a los purgantes. Cristo, levantado sobre la cruz y con él todos los cristianos que con él se identifican plenamente, atrae a toda la humanidad hacia sí, hasta que no haya reunificado todo y entregado todo al Padre. Apresurémonos, pues, a estar listos para el martirio.