Guillermo Juan Morado, el 3.12.14 a las 10:19 PM
El corazón designa el centro de la persona. El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “el corazón es la sede de la personalidad moral”. No tener corazón equivale a ser insensible, a carecer de alma. Un “corazón de bronce” significa ser duro e inflexible, incapaz de apiadarse. En cambio, tener un “corazón de oro” indica benevolencia y generosidad. “Tocar el corazón” de alguien supone mover su ánimo para el bien.
El corazón, decía Romano Guardini, es “la verdadera realidad del hombre”. El hombre no es, por separado, espíritu y materia, sino que es “espíritu encarnado”; es alma y cuerpo a la vez: “Solo por el corazón vive el espíritu humanamente y vive humanamente el cuerpo del hombre. Solo por el corazón el espíritu se convierte en alma y la materia en cuerpo y solo por él existe, pues, la vida del hombre como tal con sus dichas y sus dolores, sus trabajos y sus luchas, miserable y grande al mismo tiempo”.
El corazón es el vínculo de unidad, no solo del espíritu y de la materia, sino también del propio yo y del “otro”. El corazón crea, hace posible, la comunión.
En el corazón convergen, desde las raíces de la vida – desde Dios - , razón y conciencia, comprensión y culpa. No es extraño, pues, que la sexta bienaventuranza proclame: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).
En el corazón se encuentran la caridad, la castidad y el amor de la verdad. En la pureza del corazón se unen la pureza del cuerpo y la pureza de la fe. Los limpios de corazón verán a Dios, verán según Dios, captarán en todo lo creado – también en la belleza corporal - la belleza divina.
Guillermo Juan Morado